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.¿Cómo una diso-nancia?, le iba a preguntar yo pero hubiera sido cruel viendo no sólo el estado de nervios en que estaba Carmina sinoobservando que se había maquillado demasiado, perdiendo la frescura fragante de su piel que era una marca de fábri-ca: ya no lucía tan bella como cuando la conocí.Algún tiempo después Carmina sufrió una crisis religiosa.Tal vez tuvo que ver con su manía misionera la pérdidade la virginidad y «vivir en pecado».Algo me dejó entrever ella pero me lo decía tan temprano que era casi imposibleatender a sus palabras.Cogió la costumbre de llamarme (ya para entonces nos habíamos mudado de La Habana paraEl Vedado y teníamos teléfono, la tecnología como lujo) los domingos bien temprano en la mañana para decirme quedejara de vivir en pecado (el primer día creí que dijo: «Deja de vivir en El Vedado») y fuera a misa, a comulgar y aconfesar: todo dicho en una voz agitada, como si tuviera muy poco tiempo no al teléfono sino por vivir.Pero le qued-aba mucha vida.De hecho lo comprobé una mañana al salir de La Filarmónica y estar no sé por qué razón (tal vezporque por allí vivía Haroldo Gramadié) en un café de la calle 10 casi esquina a Línea, lejos del Auditorium y cercadel cementerio, con Juan Blanco, y ver a Carmina atravesando la calle, casi irreconocible por la cantidad de maquil-laje que usaba, con los ojos muy pintados, la cara una máscara, como una mujer de cuarenta años cuando Carminano debía tener todavía veinte.La iba a llamar pero Juan Blanco, que conocía bien a Carmina y a Affan Díez y a sumujer Carmen, compositora (éste es un toque casi irónico: no había manera de que Affan se traicionara cuando llam-aba Carmen a una de sus dos mujeres), me dijo: «No, no.Déjala, que está completamente loca».Le pedí que meexplicara la razón de que Carmina hubiera enloquecido en tan poco tiempo y Juan Blanco, que es bastante irónico,me respondió: «La razón de su sinrazón es su afán».Pero ésta no fue la última vez en que vi a Carmina: la vi muchasveces más, unas loca y otras cuerda, y la historia terminó bien para ella aunque no para mí: Carmen concedió el divor-cio a Affan para que se casara con Carmina, lo que hicieron y vivieron, como contaría Carmina, felices por nuncajamás.Hubo otra ocasión en que todo venció el amor -o mejor dicho ella venció a mi amor.Ocurrió antes pero no muchoantes y ella se llamaba Virginia Mettee y era rubia, y es sorprendente que fuera la única rubia natural que conocíaunque después de todo es posible que tampoco ella fuera rubia natural.Virginia (ella se llamaba en realidad CarmenVirginia pero hemos tenido plétora de Cármenes) estuvo en el bachillerato.Cuando digo que estuvo quiero decir queya no estaba.Ahora representaba a la familia su hermana, que era más linda (Virginia no era bella: era, como se vinoa decir después, pálida e interesante) pero remota: ella había coincidido conmigo en mi aula y a todos los alumnosnos gustaba aunque nos mantenía a distancia su aire alejado.Virginia, por el contrario, era muy cercana y cálida yfue la primera mujer de verdad con la que tuve una relación, cualquiera que haya sido.En el Instituto se decía que suhermanó (es decir, Virginia) se había casado y divorciado en menos tiempo de lo que se dice sí.Yo no lo creía: lo queyo pensé al conocerla es que era una muchacha independiente, muy.poco preocupada por el qué dirán y muy segu-ra de sí misma -lo que la convertía en una mujer.No conocía Virginia en el Instituto (yo no creo que ella fuera por allí ya ni de visita, aunque tal vez visitara el salónde espera de alumnas: privilegios de mujer: los alumnos no teníamos salón de estar, si se exceptúan los locales dela Asociación de Estudiantes, que más que club era un cuartel de cuatreros), la conocí en la biblioteca del Centro78La habana para un infante difuntoGuillermo Cabrera InfanteAsturiano, aledaña pero alejada.Comenzaba el ciclo de las luces en que habla dejado de estudiar para ocuparme demi educación y desertado las aulas por las bibliotecas.Como la del Instituto no estaba muy munida, a menudo iba ala del Centro Asturiano, a usar libros como botas de siete lenguas.Tal vez fue obra del azar de lecturas que coin-cidiéramos en la misma mesa o tal vez yo escogí matrero sentarme cerca de ella.Lo cierto es que estábamos senta-dos casi frente a frente, tratando yo de internarme en la jungla pero distraído por su cabeza exótica, mostrando sóloel tope de su iceberg rubio, cuando ella levantó de pronto los ojos del libro y con ellos su yelmo dorado y me pregun-tó como si nos hubiésemos conocido de toda la vida:-¿Qué lees?A mí me sorprendió tanto su pregunta como si ella hubiera gritado «Fuego!» o, todavía más adecuado, «¡Ataja!»,a mí, ladrón de miradas furtivas.-¿Quién, yo? -fue lo que dije.-Sí -dijo Virginia, que todavía no se llamaba Virginia y era solamente una muchacha de estatura mediana (eso lovi al levantarse pero sentada se veía más bien pequeña), rubia, un si es no es fea.-Ah -dije yo finalmente, recobrado para cobrar aplomo-, Burroughs.-¿Quién? -dijo ella, extrañada, más bien extraviada.-Edgar Rice Burroughs.Tarzán el hombre mono.-Ah -dijo ella-, Tarzán.Yo creía que eran nada más que películas y muñequitos.No sabía que había libros también.-Fueron libros antes que nada -dije yo, explicando más que excusando mi selección de lecturas.(Esto ocurría antesde mi relación con Carmina, cuando aún yo no había descubierto la literatura moderna y mi pasión por Tarzán me con-dujo a la biblioteca del Centro Asturiano donde tenían las obras obsesivas de Edgar Rice Burroughs, respetuosamenteencuadernadas en piel de mono.) Sospeché que era mi turno en interesarme por lo que leía Virginia que aún no sellamaba Virginia.-¿Y usted qué lee? -pregunté yo con esta actitud al parecer pedantesca, dantesca en las relaciones humanas quesiempre me ha impedido tutear a una persona inmediatamente, aun a una beata Beatriz, aun a una actriz.-¿Y por qué tan formal? -dijo Virginia-.Trátame de tú.Mi nombre es Carmen Virginia Rodríguez Mettee, pero todoel mundo me llama Virginia.Yo le dije mi nombre.-Me gusta -me dijo.-Yo lo encuentro odioso -le dije-, pero es una tara.-¿Cómo?-Lo heredé de mi padre.-Pues a mí me gusta.Tiene carácter.Ah, estoy leyendo Las flores del mal Baudelaire.-Ya lo sé -le dije sonriendo.-Claro -dijo ella-,pero a mí me gusta ser clara.¿Qué querría decir?-No todo ese misterio con Tarzán el de los monos -y se sonrió.Ah, era eso-.Lo bueno que tiene esta biblioteca noes que se pueda leer sino que se puede hablar.-Tal vez el bibliotecario sea sordo.En el Instituto tenemos uno que es tuerto.-Sí -dijo ella-, el viejo Polifemo.El pobre.Es de lo más buena persona.-¿Entonces usted, tú, estudias también en el Instituto?-Estudié.La que estudia ahora es mi hermana.Me dijo su nombre que era diferente al suyo, más simple, y así supe que era hermana de la belleza retraída, renu-ente y radiante.-Ah sí -dije-, estamos en la misma aula.-No se nota el parecido, ¿verdad?-No -mentí-, hay un cierto aire de familia.-No hay nada, tú -dijo ella empleando esa forma familiar habanera de colocar el pronombre al final de la oración,que tanto usaba Olga Andreu-.Mi hermana es bella y buena y hasta modesta.Yo no soy ninguna de esas cosas.Enlo único que nos parecemos es que somos rubias las dos y hasta en eso hay diferencias.Era cierto: el pelo de su hermana era una melena que le cata sobre los hombros, suave, sedosa a la vista.Virginiallevaba el pelo corto, como casco, y rizado con permanente.-¿Tú tienes hermanos? -me preguntó.-Sí -le dije-, uno.-¿Mayor o menor que tú?-Menor
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