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.—¡No seas crío! Eres lo bastante mayor como para saber que nunca te amaré.Y si vinieras conmigo representarías más un estorbo que una ayuda para mí.Me consta que eres leal e inteligente pero no hablas latín.Tendría que cuidar de ti, explicarte lo que ocurre, hacerte de intérprete y, al final, quizá tendría que verte morir por mí inútilmente.No: no te llevaré conmigo.Acepta tu libertad y quédate aquí, al menos por el momento.Te daré dinero para el pasaje de vuelta a Alejandría antes de marcharme esta noche y así, si no sobrevivo y aún lo deseas, podrás regresar a casa.Háblalo, si quieres, con Tito Fiducio.Ahora voy a buscar las cosas que necesito.Salió cojeando hacia las Habitaciones del Nilo.Cántabra fue tras él.—¿Qué ha sido todo eso? —preguntó.Hermógenes soltó un resoplido.Pese a lo desesperado de su situación, estaba profundamente impresionado.Pensó en las innumerables ocasiones en que había compartido una habitación y un baño con Menéstor, las veces que Menéstor lo había ayudado a vestirse por la mañana, la delicadeza con que Menéstor le había limpiado la sangre del hombro.La conciencia de lo que Menéstor debió de sentir en todos esos momentos provocaba en él una mezcla de compasión y repugnancia.Recordó el vehemente deseo en la voz del muchacho cuando le respondió a la pregunta de si estaría dispuesto a acostarse con su amo a cambio de su libertad.No se trataba, como había pensado entonces, de un reflejo de su ansia de libertad, sino de algo que el muchacho sabía de sobra que jamás iba a conseguir.—El chico cree que está enamorado de mí —le explicó a la bárbara con desagrado.Se impuso un silencio.Llegaron a las Habitaciones del Nilo y Hermógenes buscó a tientas el yesquero para encender la lámpara.—Ya había oído decir que a los griegos les gusta eso —comentó Cántabra.—¿Qué tiene que ver eso con el hecho de ser griego? —preguntó Hermógenes con perplejidad—.¿Acaso los cántabros nunca se acuestan con muchachos?—No —contestó Cántabra—.Al que lo hace lo matamos.—¡Zeus! —exclamó Hermógenes, de nuevo impresionado.Encontró el eslabón, encendió la yesca y con ella prendió las lámparas que colgaban de la réplica del faro.La chabacana decoración egipcia se iluminó alrededor de ellos, llena de sombras misteriosas.»No creo que sea algo específicamente griego —reflexionó Hermógenes dirigiéndose hacia el baúl—.A la mayoría de nosotros nos gustan las mujeres, y hay un montón de romanos a quienes les gustan los chicos.A mi amigo Tito, sin ir más lejos, y a Vedio Polión también.—Me fijé en que no dejaba de tocarte.—Lo hacía para provocarme.—Fue vergonzoso.La miró atónito.Cántabra estaba de pie en el umbral con los brazos cruzados y semblante adusto.Hermógenes se encogió de hombros.—Sí.De acuerdo.¿Tendría que haber respondido a su provocación, habida cuenta de que eso era precisamente lo que él deseaba?Cántabra descruzó los brazos y se aproximó para arrodillarse a su lado junto al baúl.—Tú no te acuestas con chicos, ¿verdad? —preguntó con inquietud.A Hermógenes le entraron ganas de pegar a alguien: a ella, a Tito, a Menéstor.A Polión, pensó con ansia, o a Rufo.—No —espetó—.No lo hago, y ahora mismo preferiría no volver a ver a Menéstor nunca más.¿Satisfecha?Cántabra desvió la vista.—El pobre muchacho sólo tiene diecisiete años —prosiguió él—, es honesto, inteligente y desdichado.Yo soy su amo, y está enamorado de mí.Lo traje aquí, a esta ciudad cuyo idioma desconoce, lo obligué a correr peligros para los que no está preparado por una causa en la que no creía y luego lo dejé en esta casa con un romano obeso que se había encaprichado de él.Buscó consuelo y ahora siente que me ha traicionado.Tendrá que elegir entre regresar a la patria por su cuenta para vivir en una casa arruinada o quedarse aquí con Tito Fiducio.Siempre me ha profesado una lealtad a toda prueba y yo lo he tratado de manera lamentable.y ahora no quiero volver a verlo.¿Tu pueblo juzgaría mi conducta honrosa?—Perdona —respondió Cántabra con un susurro—.No debería haber dicho nada, no es asunto mío.Hermógenes gruñó y abrió el baúl.La caja fuerte sólo contenía otros veinte denarios en monedas.Los guardó en su monedero, tomó las cartas de crédito y las envolvió en una túnica limpia.La puso encima de su toga buena, que estaba doblada al borde del escritorio, lo lió todo en un fardo y lo sujetó con un cinturón.Estaba a punto de levantarse cuando reparó en que el estuche de plumas con el dinero de Cántabra estaba en un rincón del baúl.Lo sacó y se lo entregó sin mediar palabra.Luego cerró el baúl con llave.Apagó las lámparas y salió de la habitación.En el comedor, Tito y Menéstor estaban juntos de pie ante una mesa sobre la que había varias hojas de papiro.Tito se hallaba en actitud suplicante y Menéstor negaba con la cabeza.Ambos se interrumpieron cuando Hermógenes entró cojeando.—¿Has tomado tu decisión? —preguntó Hermógenes a su esclavo.—Sí, señor —contestó Menéstor en voz baja—.Quiero que me libertes tú.Hermógenes hizo un gesto de asentamiento.—Muy bien.Menéstor, perdóname.Merecías de mí algo mejor de lo que has recibido.Ojalá pudiéramos hacer esto como es debido, con toda la ceremonia que la ocasión exige y no con estas prisas tan inapropiadas, pero tengo que marcharme enseguida.¿Es éste el documento?—¡Oh, por favor! —jadeó Tito acercándose a él—.Por favor, ¿por qué no me lo vendes? Te daré la cantidad que pidas y juro que después lo libertaré.Por favor.Hermógenes hizo una pausa, estupefacto.Tito le sostuvo la mirada pestañeando con la cara redonda pálida y la papada temblorosa.Era un hombre poseído por una emoción irrefrenable.Ahora que por fin un «chico encantador» había correspondido a sus requerimientos amorosos de buen grado, estaba verdaderamente loco por él.—Lo siento —dijo Hermógenes a su amigo en latín para que Menéstor no le entendiera—, juré que le otorgaría la libertad y sabes bien que está profundamente afligido.¿Cómo puedes pedirme que se la niegue cuando es lo que desea?—¡Pero yo.yo lo amo! —tartamudeó Tito—.Y si no es mi esclavo, y si no es mi liberto, bueno., seguro que me abandonará.Nadie me ha amado nunca.No sabes la suerte que tienes de que haya tantas personas que te amen.Hermógenes recordó que estaban en mitad de la noche y, a juzgar por el olor de su aliento, Tito había estado bebiendo parte del vino que los esclavos habían traído.El alejandrino suspiró exasperado y posó una mano en el hombro de su anfitrión.—Tito, se ha acostado contigo por voluntad propia y sin ninguna coacción porque lo tratabas con amabilidad.Si sigues portándote bien con él, quizá llegue a quererte.Es generoso y afectuoso por naturaleza, igual que tú.—Eso no ocurrirá —sollozó Tito, enjugándose la nariz con el dorso de la mano—
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